La tarde que Mannucci se fue al descenso


                                                                                           Foto: camannucci.com

Estaba sentado en la parte baja de la tribuna llamada Sol. Había llegado sobre la hora y tenía vista preferencial al viejo y oxidado alambrado, tendría que resignarme a mirar el partido a través de él. La del frente, la tribuna principal, recibía el nombre de Sombra por ser la única con techo. Tanto Sol y Sombra fueron construidas a mediados de los cincuentas, década en la que se inauguró el estadio. Las tribunas populares eran en realidad solo cinco o seis gradas de cemento con los bordes desmoronándose y me permitían ver a la distancia sus entrañas de ladrillo de barro. El ya obsoleto y endeble estadio Mansiche se desparramaba de gente y me atrevo a decir que más que sus cimientos, esa tarde lo que en realidad nos sostenía era su respetable historia. Es que había tanta gente que daba la impresión de que toda la ciudad entró apretujada alrededor de la cancha. Parecía que todos íbamos a jugar. Se celebraba  la última fecha del campeonato y el equipo más tradicional de la ciudad de Trujillo, Carlos A. Mannucci, se jugaba su permanencia en la Primera División del fútbol peruano.

Tampoco quiero decir que toda la ciudad era hincha de Mannucci. En realidad, la gran mayoría del público era partidario de los grandes equipos capitalinos: Universitario, Alianza Lima y Sporting Cristal. Pero Mannucci, al ser el cuadro que nos representaba como ciudad, gozaba de la simpatía de todos, era el benjamín, el engreído. Era el club que seguíamos semana a semana mientras esperábamos que los equipos grandes llegaran a presentarse en la ciudad. Es el claro ejemplo de la forma que tiene el corazón del hincha provinciano: dividido en dos.

Mannucci agonizaba en las últimas fechas del campeonato y esa tarde, en el último partido, la gente acudió a la cancha con la misma solidaridad y preocupación con que se va a visitar al enfermo en un hospital de pueblo. Pedían una sola cosa, “que lo salven”, “que no se muera”, “que se quede en Primera”. Ocurre que en el mundo del fútbol, irse al descenso es como morirse un poco.

La ovación cuando Mannucci saltó a la cancha fue tan grande que pareció escucharse a 70 mil personas cuando en realidad no llegábamos a ser ni 12 mil. Apenas inició el partido, un cañonazo de Fabián Arias rompió el arco del Melgar de Arequipa, el rival de turno. Uno a cero. En el minuto treinta, un tiro libre ejecutado por el mismo Arias se clavó en un ángulo de la portería dando la impresión de que perforaba la red. Ya estábamos dos goles arriba. No puedo decir dos goles arriba en el marcador porque ni marcador tenía el estadio. Ni electrónico ni de madera. Al igual que en los años cincuenta, en una de las astas plantadas detrás de uno de los arcos, se izaba un banderín del color de la camiseta cada vez que se convertía un gol.

Ahora solo había que esperar que Cienciano pierda en Cerro de Pasco, a casi 4 mil metros sobre el nivel del mar, ante el local Unión Minas. En el llamado “Estadio más alto del mundo”, el rojo debía perder para que Mannucci asegure su permanencia en Primera. Es decir, la suerte final de nuestro equipo estaba a cientos de kilómetros del Mansiche.

Pero los minutos pasaban y en Pasco el gol del Minas no llegaba. Los dos encuentros se jugaban en simultáneo y en el segundo tiempo, en lugar de seguir el partido de Mannucci, muchos hinchas rodeaban a cualquier expectador que tuviera una radio a pilas: querían escuchar ese gol bendito que nos salvara.

Antes de que se terminen los minutos de descuento en el Mansiche, y con gran parte de la gente mirando el partido de pie, informaron en la radio que Cienciano se había salvado. En esos últimos instantes y con los jugadores que sabiéndose descendidos no dejaban de correr, se entonó un cántico del que hasta hoy se escucha el eco: ¡Oh, Mannucci volverá! ¡Volverá, volverá, Mannucci volverá! Acto seguido, señalando la mitad del campo, el árbitro pitó el final. No solo el equipo dio su último suspiro, lo dimos todos los que esa tarde estuvimos allí. Algo dentro de uno se muere, algo se apaga, se desconecta.

Han pasado muchos años y de ese Mannucci recuerdo a Manuel Ganoza, un rubio volante de marca muy técnico pero sin malicia para jugar al fútbol, al veterano volante César Loyola, en algún momento jugador importante del Sporting Cristal, a Alejandro Mallqui, un petiso pericotero que curiosamente tenía cara de roedor. Al zaguero chileno Ortiz, de quien días después de que terminara la temporada, se reveló que organizaba unas juergas y orgías interminables en su departamento. Irónicamente, él custodiaba en el campo a un correcto y recién llegado Oscar Ibañez, quien, cosas del destino, muchos años después sería campeón sudamericano con Cienciano, el equipo que nos envió al descenso. Al  goleador Fabián Arias, un argentino que jugaba como si estuviese en un potrero y por esa razón, creo, cayó simpático a la hinchada. Otros nombres que tengo grabados en la memoria futbolera son los de Gilberto Flores, Luis Fajardo, Héctor Takayama, Aldo Cavero, Juan Zapata, Luis Reheder, Claudio Lanza, Lino Morán. Incluso, hasta teníamos a un Fidel Castro, quien curiosamente era zurdo. Todos ellos, héroes caídos nuestros.

Exactamente diez años después se demolieron las gradas de las tribunas populares y se levantaron en su lugar dos nuevas tribunas con asientos numerados. Se amplió la tribuna Sol y se le cambió el nombre a Oriente, es ahora tan alta que ya nadie ve el partido a través del alambrado ni trepado en la reja. Se instalaron butacas en la tribuna Sombra, hoy llamada Occidente, aunque conserva aún el mismo viejo techo. Se resembró el césped, se instaló un marcador electrónico y se construyó una moderna fachada para la entrada principal. Tan lindo quedó el estadio que la ciudad fue elegida como sede para algunos partidos de la Copa América 2004. En esa misma cancha y aunque con menos hinchas en las tribunas, Mannucci viene intentando año tras año volver a Primera, escuchando el aliento de esos pocos y percibiendo aún el eco de ese cántico que le ruega que regrese, que reviva.

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